Vamos a clases

Simón Bolívar y Simón Rodríguez

Es el año de 1804. La ciudad, París. Simón, el maestro de Simón se regocija, se jubila y se alegra al estrecharse en fuerte abrazo con el criollo que había recorrido los caminos del mar para llegar a “la próvida Madre” y abrir sus ojos de admiración en la ciudad donde se juntaría, en tardes de té, con el sabio maestro de su niñez, Simón Rodríguez y con el sabio que, regresando de esta América “encrespada” había bebido su fauna y su flora, el Barón de Humbolt.

Simón, hombro a hombro, con Simón presenciarían la coronación de Napoleón Bonaparte y luego, caminando, estado natural de los dos simones, subirían en la eterna Roma al Monte Sacro, donde maestro y discípulo elevarían a los vientos de la historia el Juramento de libertad de nuestra Patria.

De allí en adelante sería La Guaira, Caracas, Los Llanos, Bogotá, los Andes, Quito. Sería el viaje libertario tantas veces recorrido como fuese necesario. Sería el caminar, el batallar, estado natural de Simón, el Bolívar del mundo.

Es el año de 1824. El lugar la hacienda Santa Bárbara, Pativilca, en el sur de las alturas bolivianas, en el norte de las alturas peruanas. Simón, el maestro de Simón se regocija, exaltan y solaza al estrecharse, veinte años después, con el criollo que recorriendo los caminos de la tierra americana había colocado las rutas de la Independencia y de la Libertad como banderas tricolores ondeadas por maestro y discípulo en la ruta de los pueblos de América.

Simón Rodríguez, primero cabalgando las olas del multicolor Atlántico y luego, paso a paso, por los caminos de las montañas dinosaúricas de América había llegado a Pativilca. Allí la Celebración. El re-encuentro del maestro y del discípulo.

Luego de veinte años, ahora junto a la Manuela, su amada, Simón el discípulo de Simón se re-encuentra con su maestro. Ahora juntos podían contemplar la Patria Grande soñada por ambos, leyendo los mejores espíritus de la Humanidad, leyendo el cielo, la mañana, el atardecer; los ríos, las aves, los hombres, todo lo que Rousseau, en el Emilio les había dibujado.

Ahora, veinte años después del juramento del Monte Sacro, seguramente subiendo a un cerro como El Potosí, Simón el maestro de Simón podía ondear con su discípulo su bandera libertaria

¿Qué había hecho posible este feliz re-encuentro?

La Carta de Pativilca, en la que Simón Bolívar, el discípulo amado, formula la mejor definición, el mejor programa de acción y los mejores objetivos que un maestro pueda tener en relación con la arcilla de todos los colores que forja, es el principio de este re-encuentro.

En ella Simón, el Bolívar del mundo, el lector infatigable; el escritor fértil, copioso, ubérrimo; el militar batallante, formula su criterio sobre el maestro:

¡El maestro!: El amigo, el explorador, el patriota, el inspirador de acciones; el viajero, el observador de cerca o de lejos, el que forma para la libertad, para la justicia, para la dignidad, para lo grande; el piloto pletórico de ideas, la imagen eterna de la memoria. ¡En fin el maestro!

La Carta de Pativilca la conocí, al entregármela una tarde, para su edición y publicación en el libro Simón Rodríguez, pensamiento educativo, Roberto Hernández Oscaris, el gran maestro y amigo cubano a quien es imposible no recordar al comentar este documento clásico de la Didáctica Universal.

Ahora, gracias a Roberto, yo se la puedo copiar a los maestros de América y a mis lectores

Carta de Pativilca

Pativilca, diecinueve de enero de 1824

Al señor Simón Rodríguez

¡Oh mi maestro! ¡Oh mi amigo! ¡Oh mi Robinson!

Usted en Colombia, usted en Bogotá y nada me ha dicho, nada me ha escrito.

Sin duda, usted, el hombre más extraordinario del mundo, podría usted merecer otros epítetos, pero no quiero darlos por no ser descortés al saludar un huésped que viene del Viejo Mundo a visitar el Nuevo; sí a visitar su Patria que ya no conoce, que tenía olvidada, no en su corazón sino en su memoria.

Nadie más que yo sabe lo que usted quiere a nuestra adorada Colombia. ¿Se acuerda cuando fuimos juntos al Monte Sacro en Roma, a jurar sobre aquella tierra santa la libertad de la patria?

Ciertamente usted no habrá olvidado aquel día de eterna gloria para nosotros. Día que anticipó, por decirlo así, un juramento profético a la misma esperanza que no debíamos tener.

Maestro mío, ¡cuánto debe haberme contemplado de cerca, aunque colocado a tan remota distancia! ¡Con qué avidez habrá seguido usted mis pasos, dirigidos muy anticipadamente por usted mismo!

Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que usted me señaló. Usted fue mi piloto, aunque sentado sobre una de las playas de Europa.

No puede usted figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que usted me ha dado. No he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado. Siempre presentes a mis ojos intelectuales, las he seguido como guías infalibles.

En fin, usted ha visto mi conducta, usted ha visto mis pensamientos escritos, mi alma pintada en el papel y usted no habrá dejado de decirse: “ Todo esto es mío. Yo sembré esta planta, yo la regué, yo la enderecé tierna. Ahora robusta, fuerte y fructífera, he aquí sus frutos; ellos son míos, yo voy a saborearlos en el jardín que planté; voy a gozar de las sombras de sus brazos amigos, porque mi derecho es imprescriptible, privado a todo”.

Sí, mi amigo querido, usted está con nosotros. Mil veces dichoso el día en que usted pisó las playas de Colombia. Un sabio, un justo más, corona la frente de la erguida cabeza de Colombia. Yo desespero por saber qué designios, qué destino tiene Usted.

Sobre todo, mi impaciencia es mortal no pudiendo estrecharle en mis brazos.

Ya que no puedo yo volar hacia usted, hágalo usted hacia mí. No perderá nada. Contemplará usted con encanto la inmensa patria que tiene, labrada en la roca del despotismo, por el buril victorioso de los libertadores, de los hermanos de usted. No se saciará la vista delante de los cuadros de colosos, de los tesoros, de los secretos, de los prodigios que encierra y abarca esta soberbia Colombia. Venga usted al Chimborazo, profane con su planta atrevida la escala de los titanes, la corona de la tierra, la almena inexpugnable del Universo Nuevo (…)

¿Desde dónde, pues, podrá Ud. decir otro tanto tan erguidamente? Amigo de la naturaleza, venga a preguntarle su edad, su vida y esencia primitivas. Usted no ha visto en ese mundo caduco más que las reliquias y los desechos de la próvida Madre.

Allá está encorvada con el peso de los años, de las enfermedades y del hálito pestífero de los hombres. Aquí está doncella, inmaculada, hermosa (…)

Amigo, si tan irresistibles atractivos no impulsan a usted a un vuelo rápido hacia mí, incurriré en un apetito más fuerte. La amistad invoco. Presente usted esta carta al Vicepresidente. Pídale usted dinero de mi parte y venga usted a encontrarme.

Bolívar

Acerca del autor

Lizardo Carvajal Rodríguez

Escritor colombiano, autor de más de veinte títulos en las áreas de metodología de la investigación, teoría tecnológica, historia y clasificación de la ciencia, poética y teoría solidaria y cooperativa.

Docente universitario en la Universidad Libre y en la Universidad Santiago de Cali, por más de treinta años en áreas relacionadas con métodos de investigación, métodos de exposición, clasificación e historia de la ciencia.

Editor académico y científico de obras de autores universitarios, grupos de investigación e instituciones de nivel superior y de autores independientes en Colombia, a través del proyecto Poemia, su casa editorial, Colombia si tiene quien le escriba y promotor de las mesas de redacción como estrategia de producción de textos.

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